Mi madre siempre me ha dicho que el alcohol solo entra bien con el estómago lleno, tras un par (o más) experiencias bochornosas por culpa de no hacerle caso, decidí seguir su consejo.
Nadie quiere acabar la noche cantando Mecano en un karaoke, mientras tus amigas te intentan bajar de la tarima porque el jefe quiere cerrar el local.
El problema está cuando te vas de birras después de la oficina, ese tardeo tonto que empieza a las seis de la tarde y no sabes cuando acabará.
Empiezas por una inocente caña y, a la segunda, caes en que comiste a las dos y te estás muriendo de hambre. Entonces, ahí viene el momento bravas. Un momento decisivo. Éste consiste en dirigirte al de tu lado, con el gesto fruncido, y comentarle por lo bajini ¿hay hambre, no?. No hace falta mucho más, él también tiene hambre y ahí la cosa va rodando como si fuera el juego del teléfono, hasta que el más valiente levanta la mano y grita ¡Camarero! Una de bravas, por favor.
Diez minutos después llega a la mesa una fuente de – posiblemente – patatas descongeladas junto a la salsa de la casa. Y nadie va a juzgar esas patatas, ni por su sabor ni por su aspecto, porque son el salvavidas de esa tarde. El punto intermedio entre irse a casa y cenar. El aperitivo perfecto para una mesa de cuatro que lleva dos rondas (o más). Así que orgullosa – y con el paladar ardiendo porque te precipitaste a pegar el primer bocado – sonríes para ti misma porque no vas a acabar cantando Hijo de la luna esta noche.